Yose Espinosa
No conozco a nadie que abiertamente acepte discriminar, pero no me cabe la menor duda de que todos lo hacemos. Y es que ésta no se refiere únicamente al color de la piel, al sexo o a la religión. Discriminar también tiene que ver con excluir, maltratar o marcar las diferencias entre la edad, la condición física, social o incluso la mental; es un concepto amplio y una acción mundialmente practicada ya sea frontalmente, o como parte de un tipo de violencia pasiva.
La humanidad ha tenido claro que somos una raza discriminadora prácticamente desde siempre; en pro de hacer valer nuestra ideas, se han cometido actos atroces; así que como resultado de este lado oscuro, y en uno de de los muchos intentos por contenerlo, se proclamó en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que románticamente dicta en su artículo séptimo que: “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación”. En realidad es un noble principio y representa, según la ONU, “un ideal común para todos los pueblos y naciones”. Lamentablemente, dista mucho de lo que sucede día a día en nuestro planeta; la principal contradicción probablemente viene del término “ante la ley”, porque si la ley siempre estuviera en concordancia con el bien, no hubieran sido legales ni la exclavitud ni la quema de las “brujas”, por ejemplo. Está claro que no siempre lo legal es lo correcto, por lo que podríamos enfrascarnos en discutir cómo es que puede o no ser legal discriminar, pero el punto es que lo hacemos de todos modos, -empezando por nuestras casas. Para muestra un botón: como maestra me ha tocado observar cómo los niños y jóvenes se discriminan unos a otros por cómo se apellidan, dónde viven, con quiénes se llevan sus padres o el tipo de ropa que usan. Los adultos sembramos esas ideas en ellos en función de lo que creemos que somos; pero tristemente un día ya no son ideas de sus padres, sino de ellos mismos. Unos se sienten superiores a otros por cuestiones como el código postal, el grupo al que pertenecen o cómo se ven; otros porque creen que su religión es la única “oficial”, o porque piensan que sus preceptos morales se encuentran por encima de los demás. Negar esta realidad es el principio del problema, porque en definitiva todos discriminamos en mayor o menor medida; en cada generación a la que le imparto clases, suelo preguntarles a mis alumnos si han visitado la casa de las personas que les apoya con el aseo en sus hogares, o si saben algo de sus vidas personales; cada año suelo ver una o dos manos levantadas en grupos de en promedio de 35 alumnos, el resto termina admitiendo que a pesar de tener convivencia diaria, -a veces por años-, poco saben de estas personas. Cuando pregunto directamente a qué creen que se deba, algunas respuestas se repiten: “nunca he preguntado”, “mis papás no quiere que hablemos con ella de esas cosas”, “no sé, pero se llevan las sobras”; algunas de las más sorprendentes han sido “pueden tener piojos” o “no conviene estar tan cerca de esa gente”.
“Esa gente”, ¿quién es esa gente? y ¿por qué nos sentimos mejor que ellos? Y es que podemos vanagloriarnos de no formar parte de las ideologías extremas, e incluso sentirnos muy “humanos” por eso, pero la verdad es que difícilmente nos comportamos como iguales con aquellos que son diferentes a nosotros.
Me queda claro que el debate es atemporal y sigue sin tener fin, también estoy de acuerdo que ha habido importantes avances al respecto, que un buen número de valientes personas han dedicado su vida a luchar por la igualdad y que se han sentado bases cruciales para detener algunos abusos. Pero ciertamente, no ha sido suficiente; lo que no termino de entender es ¿porqué seguimos discriminando a pesar de siglos de investigaciones científicas, sociológicas y morales que demuestran que somos iguales?, y sobre todo, me pregunto si se terminará alguna vez, ¿podremos vernos algún día con el respeto y la humildad necesaria para dejar de discriminarnos?.
Antes de responder que sí o que no, preguntémonos: ¿a quién discriminamos?.